Un hombre, empleado en una empresa, tiene molestias en el pecho. Siempre ha gozado de buena salud. Sólo en rarísimas ocasiones ha estado en hospitales, y eso, de visita cuando algún familiar ha sido internado. Por lo mismo, y por su edad, la presencia de las molestias lo preocupa y teme que pudiera tratarse de un problema cardiaco.
Decide, entonces, utilizar su calidad de derechohabiente del IMSS y se presenta en la clínica familiar a la que se le asignó para pedir una cita con el médico. Le informan que para sacar cita deberá presentarse a las seis de la mañana, depositar su carnet de consultas en una cajita, y volver a las dos de la tarde para que le asignen su hora de consulta.
¿Quéééé? ¿No podría hacerse la cita con un simple tecleo en la computadora? ¿Qué objeto tiene hacer que un enfermo madrugue para hacer un trámite que, en pleno siglo de la cibernética, no debiera tomar más de dos minutos, y que puede realizarse en línea o por teléfono? No lo entiende, pero consciente de que si protesta las posibilidades de recibir un rechazo son altas, decide allanarse.
Cortésmente pregunta, sin embargo, qué debería hacer si su padecimiento fuera grave. Le responden que en ese caso debería presentarse en urgencias, pero que, de todos modos, sería inútil, pues, al menos ese día, ya no había lugar. Afortunadamente sus molestias no son tan graves como para que le impidan levantarse a la hora señalada, así que decide no importunar a sus hijos con el encargo de madrugar, para ir a entregar el carnet.
Pone el despertador más temprano, y a las 5:45 horas se apersona en la clínica. ¡Válgame Dios! La fila ya es muy larga. Hay como 100 personas antes de él. ¿A cuántos recibirán cada día?, cavila mientras tirita y se sube el cuello de la chaqueta. Ahí, en la calle, hace un frío que muerde.
A las 6:00 pasaditas, abren la puerta del centro. La fila, Dios sea bendito, avanza rápido, y cuando llega su turno deposita su carnet. Horas después regresa. Le informan que debe presentarse ante el consultorio que se le asignó.
Busca el número y se acerca al escritorio correspondiente. Una joven apunta afanosa datos y más datos en una computadora. Un momento después levanta el rostro y le pregunta al hombre qué se le ofrece. Éste le explica que vino a sacar cita. La joven le dice que debe esperar a que llegue la encargada, quien en ese momento está en otro sitio. La espera se prolonga.
La joven abandona el escritorio y éste queda vacío por más de 10 minutos. Aparecen otras personas que lo ocupan y abandonan en rápida sucesión. Nadie le presta atención. Reaparece la joven que estaba ahí al inicio. Lo ve y le pregunta si ya lo atendieron. Él responde que no, y que no sabe a quién dirigirse. Ella le comenta que una de las personas que estuvo ahí hace un momento era la responsable; que no tarda.
Él ignora de quién se trate, así que la información no le ayuda mucho. Veinte minutos más tarde regresa una de ellas y le pregunta si puede ayudarlo. ¡Ah! Debe ser la encargada. Él le informa del motivo. Ella le dice que deberá esperar un rato, pues hay tres pacientes antes que él. Espera un momento, de pie, pues no hay sillas suficientes.
La misma señorita le pregunta si ya se hizo los exámenes de sangre. Obviamente no los había hecho, pues nadie le dijo que debía; no le han explicado nada. Pero se contenta con responder tranquilo que no. Le ordenan ir al segundo piso a hacerse dichas pruebas. Lo hace. Vuelve al consultorio.
Después de un rato llega su turno. Una doctora lo recibe y le hace el típico interrogatorio. Él detalla sus síntomas. Ella parece alarmada. Llama a la encargada y le dice que necesita que el paciente se someta a varios exámenes y que debe volver a verlo en 15 días. Tiene que hacerse un examen de sangre y orina en la misma clínica; un electro, en otra, y una radiografía, en otra. Todas se ubican a más de tres kilómetros de distancia.
Se dirige al laboratorio para que le den una cita para la primera prueba. No hay lugar hasta dos meses después. Explica que es urgente. Ni modo. No hay lugar. Mejor vaya a una clínica privada, le aconsejan. Luego va a los otros dos sitios. Logra que ambos le hagan un lugar un mes después. Faltan todavía 25 días.
Ahora sólo le falta armarse de paciencia y hacer una novena a San Judas, por aquello de las causas difíciles y desesperadas. Y, claro, esperar que en el “inter” sus molestias no se conviertan en algo que lo obligue a acudir antes a una clínica particular, pues posiblemente no tendrá con qué pagar lo que le quieran cobrar.
¡Qué bueno que existe el IMSS! ¿No creen?
Javier Algara
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