Son bastantes los que apenas leen nada y se consideran muy originales en su pensamiento. Les parece que están poco influidos por lo que dicen los demás y que, por eso, casi todo lo que dicen ellos es producto de su deducción personal. Hacen con rotundidad unas afirmaciones aparentemente propias, pero la realidad es que repiten frases que han cazado al vuelo en el comentario a una noticia, o en una conversación, y esas ideas les han seducido de tal manera que, sin demasiada reflexión, las han incorporado a su equipaje intelectual y las repiten sin apenas análisis crítico.
Como ha señalado Alejandro Llano, «lo leído va formando una especie de humus en el que crecen las ideas personales. No hay una contraposición entre la originalidad y el conocimiento de lo que otros han escrito. Todo lo contrario: si se lee poco, se acaba recayendo en los tópicos más gastados que por falta de información se consideran ideas propias.»
Cuanto menos se lee y menos se escucha, paradójicamente, menos propias son las ideas que consideramos propias. Si no somos constantes en nuestra formación, si no leemos mucho, si no analizamos con sentido crítico lo que escuchamos, si no sabemos contrastar las opiniones, entonces caemos con facilidad en planteamientos engañosos. Para cultivar un pensamiento realmente propio, hay que haber leído mucho. Y hay que haber leído textos de los fáciles y de los difíciles, de una época y de otra, de culturas y visiones diferentes. La falta de bagaje cultural nos hace perder perspectiva histórica, reduce la profundidad de nuestros juicios y nos lleva —como también ha escrito el profesor Llano— «a un continuo deslizamiento por la brillantez de superficies niqueladas que esconden lo que son y deforman lo que reflejan».
El núcleo del propio pensamiento debe formarse poco a poco, destilando los pensamientos de otros hasta encontrar nuestra propia síntesis personal, nuestra verdadera manera de ser y de pensar, sin quedar constreñido a los convencionalismos del momento, o a las opiniones dominantes que sutilmente difunden los poderosos, o quizá al propio capricho intelectual, que también es un peligro nada desdeñable.
Analizando críticamente las opiniones de otros, podemos llegar a una comprensión crítica de la sociedad, cosa totalmente imprescindible para afrontar con sensatez los numerosos dilemas que nos plantea la vida. La lectura nos da acceso a los mejores pensamientos que el transcurso de la historia ha ido acumulando en el gran tesoro del saber del hombre, a lo largo y ancho de la tierra, y a lo largo y ancho de los siglos. Leer mucho nos permite considerar con hondura todo aquello que rodea y condiciona nuestra vida y la de los demás. Nos hace verdaderamente creativos e innovadores. Nos aleja de las conclusiones simples, del relativismo ingenuo, del fanatismo torpe o del dogmatismo obtuso. Los profundos problemas que afectan al hombre no tienen una solución simple, y sólo quien ha adquirido la suficiente formación puede llegar a encontrar soluciones que aporten de verdad.
Quienes leen poco, siguen fielmente la opinión de su periódico o de su cadena de radio o de televisión, y sólo cambian de parecer cuando esas personas lo hacen, es decir, cuando todo “su mundo” lo hace. No es que propiamente abandonen entonces esas opiniones, sino que mejor podría decirse que son las opiniones las que le abandonan a él, con la misma facilidad que arraigaron antes en su mente, sin que ellos se tomaran la molestia de elegirlas.
Sólo el que mucho ha leído, el que mucho ha preguntado, el que mucho se ha preguntado, puede comprender mucho. Y sólo el que mucho comprende hace justicia a las personas y a las ideas. Quienes a lo largo de su vida hayan leído muchos libros, y hayan sabido elegirlos con acierto, serán personas con un poso profundo, buenos conocedores de lo que hay en el fondo de cada cosa, hombres y mujeres que en la oscuridad del silencio saben leer los corazones.
Alfonso Aguilo
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