Con frecuencia oímos frases como: “Las cosas son como son” y “Hay cosas que ni qué”. Con base en esto podemos decir que el dolor es el dolor, la enfermedad es la enfermedad, y que los que son chaparros simplemente no son altos, y se acabó.
Sin embargo, está claro que cada ser humano tiene su propio umbral de dolor, o sea, un grado diferente de resistencia al sufrimiento, en lo cual intervienen virtudes como la reciedumbre, la fortaleza, la paciencia y la alegría a pesar de las dificultades, etcétera. Por ello, solemos afirmar de algunas personas que son recias y a otras las llamamos “quejicas”.
En la medida en que estamos centrados en la búsqueda de nuestra comodidad y caprichos, nos hacemos más vulnerables al dolor y al sufrimiento, puesto que habremos colocado nuestro nivel de contrariedad a poca altura, de tal forma que puede ser superado con más facilidad por molestias de menor importancia. Quienes se dedican a vivir para comer y disfrutar todo tipo de placeres, basados en que “sólo se vive una vez”, suelen pasarlo peor con más facilidad.
Por el contrario, encontramos gente que tiene una gran capacidad de sufrimiento, pues han aprendido a olvidarse de sí mismos, y al no esperar algo que supere su realidad, templan su voluntad evitando crearse necesidades.
Indudablemente que en este tema juega un papel importante el ánimo permanente de servir a los demás. No perdamos de vista que los soberbios y los egoístas sufren más que los humildes y generosos.
Una vez más encontramos que los adelantos de nuestra civilización producen en nosotros algunos efectos negativos, debilitando nuestra capacidad de adaptación al medio. Para apoyar lo anterior, permítanme acudir a un ejemplo concreto.
Supongamos que viajando en avión sufrimos un accidente de consecuencias no fatales, y aterrizamos en medio de una tupida selva. ¿Quién de nosotros estaría en condiciones físicas y psíquicas de sobrevivir por largo tiempo en esas circunstancias? Es decir, de mantenernos sanos y salvos como lo han hecho muchos millones de seres humanos en ambientes inhóspitos a lo largo de la historia.
Como la mayoría de la gente, prefiero vivir en ciudad que en el campo, viajar en automóvil que en burro, comer comida preparada en buena cocina, que raíces y gusanos crudos. En fin, soy más flor de pavimento, que Tarzán.
Pero reconozco que nuestro sistema de vida nos lleva a consentirnos de forma desmedida y nos convierte, si no luchamos por superarlo, en presas fáciles de la mercadotecnia ofreciéndonos las nueces “peladitas y en la boca”.
Qué difícil resulta superar el consumismo sin sentirnos avergonzados por el otro consumismo, es decir, “con-su-mismo” pantalón, “con-su-misma” camisa, “con-sus-mismos” zapatos. Con esta actitud corremos el peligro de contagiarnos de “estrenalitis”.
Cada día resulta más fácil encontrar muchachos que se quejan cuando se les exige que tiendan su cama y ayuden en la casa. A nuestros princesitos (hombres y mujeres) parece que se les van a caer los anillos si se les manda lavar los platos.
Otra consecuencia de la fortaleza es la paciencia, de la que dice Rafael Llano: “es la fuerza de voluntad hecha vida, consolidada día a día, en el vivir cotidiano discreto y silencioso, en el aprovechar heroicamente la hora de 60 minutos y el minuto de 60 segundos. Los laboratorios de la fuerza de voluntad residen donde se cultiva la paciencia”.
A veces se piensa que la paciencia es virtud del hombre de carácter débil, que no tiene coraje para reaccionar o atacar. En algunos casos puede ser verdad; sin embargo, en otros no es así, sino todo lo contrario, y resulta evidente que la falta de esta virtud es causa de muchos sufrimientos.
Tal parece que mientras más cosas tenemos y más deseamos, más débiles nos hacemos. Vale la pena tener muy en cuenta esto en la educación de los hijos, puesto que la educación en la templanza los prepara mucho mejor para abrirse paso en la vida. Así pues, la sobriedad es una buena vacuna contra el sufrimiento.
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