El domingo pasado, salí a comprar un discman -creo que así se llama el aparatejo-. Ríase, así se rieron de mí cuando fui a preguntar por uno. Las razones que explican tan peregrina adquisición son más bien rebuscadas y motivo de reflexión aparte; lo cierto es que el domingo salí del hotel donde vivo, con la firme intención de comprarlo a como diera lugar.
En FAMSA, en Viana y en Elektra, sólo por mencionar tres tiendas, se me quedaron viendo retefeo cuando pregunté por él; al final, un vendedor compasivo me dijo: “Nooo, mi joven, las tiendas grandes o especializadas ya no vendemos d’esos. Búsquelo en tiendas chiquitas o de plano entre saldos” (el furtivo socio de Salinas Pliego me dio la espalda y se fue chiflando).
Ése es el primer motivo de cavilación: Estoy viejo. Viejo y desactualizado. Hasta la Wikipedia dice que el “discman” fue el nombre comercial dado al primer reproductor de CD portátil de Sony, en 1984. “Fue”. ¿En qué se está convirtiendo el mundo? ¿Por qué ese afán de desechar lo que funciona a la perfección?
Yo, como Eduardo Galeano, “no consigo andar por el mundo tirando cosas, cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco” (http://www.generaccion.com/usuarios/articulo.php?id=6332); los LP tardaron décadas en descontinuarse, mis CD de Límite (¡Ay, cuando Alicia Villareal me gustaba!) están a un paso de serlo y sin cumplir la mayoría de edad.
¿Qué no estábamos bien con las computadoras personales tal y como las conocimos? ¿A qué quemarse los ojos con pantallas cada vez más vistosas, pequeñas y por ende inútiles? Digo, ¿para qué diablos sirve una computadora o una televisión de bolsillo? Y sobre todo: ¿Para qué carajos se gastan tantos millones de dólares en investigación y desarrollo de novedosas -y caras- tecnologías si millones de niños se siguen muriendo de hambre en todo el mundo?
¿Si millones de personas mueren a diario de enfermedades curables? ¿Si la violencia se enseñorea de nuestras calles perseguida por el afán de huir de sí mismos de millones de jóvenes que no hallan su lugar en el planeta, alentados en sus afanes de autodestrucción, a veces, por música estridente y estúpida que literalmente se mete en su cabeza a través de audífonos minúsculos que taladran sus oídos o de imágenes o nociones horribles bajadas de la red? ¿Si, perdidos en el universo de chips y bites, hemos perdido, paulatinamente, la esencia de lo verdaderamente humano?
El segundo motivo de meditación es que, no conforme con el resultado de mis pesquisas hasta entonces infructuosas, fui al mercado de La Merced. Sí, volví, esta vez solo y a pie. Salí de la estación del Metro y me adentré en una pesadilla de Kafka.
Al denso y nauseabundo olor de las fritangas, habría que sumar un sinnúmero de tufos y aromas propios de un conglomerado de personas de tal magnitud quienes, además, se ocupan de vender desde pollos enteros, que desplumados y yertos parecen de ésos para hacer bromas, hasta videojuegos.
Salí a la calle a respirar aire fresco, vano intento; empecé a caminar, cuidándome la cartera y el reloj. Del otro lado de la avenida vi un negocio de aparatos electrónicos, hacia allá me encaminé. No hubo sorpresas: “Nooo, mi joven, las tiendas grandes o especializadas ya no vendemos d’esos…”; alguien dijo: “Mire, aquí juntito hay unas tiendas de’sas, a lo mejor allí encuentra. Camina derecho por esta calle ¿la ve?, da la vuelta a la derecha en el semáforo, en el tercer semáforo da vuelta a la izquierda y luego a la derecha y luego a la izquierda a la segunda cuadra. Stá cerquitass, Son como dieciséis cuadras” (literal). Alcé una ceja en mi mejor imitación de María Félix y voltee a ver al mercado al otro lado de la calle. El tipo me adivinó el pensamiento: “Noo, mi joven, ni se le ocurra. Ésos son reconstruyidos y’a lo mejor le venden el puro cascarón. Pero usté sabe”.
Con el ánimo del gladiador que va a enfrentarse a los liones (algo se me pegó de mi incursión dominical) me di la vuelta decidido a meterme de lleno en el tráfago del mercado y a comprar mi discman; no bien avancé un par de pasos cuando -¿Se acuerda usted de los dos tomos faltantes de la obra de Stieg Larsson: “La Chica que Soñaba con una Cerilla y un Bidón de Gasolina” y “La Reina en el Palacio de las Corrientes de Aire”?- pues ahí estaban, en plena calle, a 300 pesos… los dos. No los compré, lo juro, pero a fuer de ser sincero fue porque yo iba por mi discman; en algunos asuntos soy como Gabino Barrera: No entiendo razones.
Avancé, pues, unos pasos y vi hilera tras hilera de taniches que vendían de todo, sin faltar películas pirata; el asunto no es que las vendan, el asunto es que, sumados, deben ser kilómetros de pornografía expuesta a la inclemente luz del día; algunos títulos me hicieron pensar en películas de suspenso (“Garganta Profunda” -ése era el nombre en clave del informante en el Watergate-) o en la zaga del “Planeta de los Simios” (“Chicas Velludas” se llamaba la cinta), pero no, era pornografía pura y dura. Castamente, me alejé. Me alejé es un decir pues, en la misma acera, una larga fila de muchachas, algunas niñas todavía, ofrecían sus servicios a los transeúntes; charlando entre ellas, mascando chicle, hablando por celular, alejándose o metiéndose en hoteluchos de mala muerte, enfundadas en breves minifaldas o ajustados jeans, las mujeres traficaban con sus cuerpos -custodiadas por sujetos instalados en vehículos aparcados estratégica y convenientemente- frente a medio mundo… policía incluida.
Crucé la calle, seguí buscando -en ésas estaba- cuando oí el tronido de una voz a mis espaldas, me giré y ahí estaba: “Paaaáasssele, pásele, siete tacos a siete pesos. Siete tacos a siete pesos, patrón”. Siete tacos a siete pesos. ¡En la madre! Suponiendo que detrás de tal pregón no se halle el secreto patrocinio de una clínica de enfermedades gastrointestinales ¿Quién vende tacos de a peso? ¿De qué serán? ¿Cómo fueron hechos?
El estupor habría quedado en leve desazón de no ser porque, detrás de un sospechoso portón de madera azul, se escuchaba el gemir de lo que sin lugar a dudas era un cánido. Ya no quise averiguar. Vi, a la venta, paquetes de 4 baterías “AA”, a 5 pesos; rastrillos “Guillette”, paquete de 2, a 5 pesos; ¡aparatos de videojuego a 150!, bóxers para todos los gustos -había uno con la imagen de Bugs Bunny preguntando al azorado viandante: “¿Te enseño mi zanahoria?”-, 15 pesos; camisetas para bebé con la dulce leyenda: “En todo soy igualito a mi papá, menos en lo idiota” (decían más feo), 20 pesos; zapatos, enseres del hogar, ferretería, abarrotes, legumbres, aparatos de ejercicio, cintos, carteras, juguetes, refacciones automotrices, bisutería, dulces. Dos señores, a mano pelona, revisaban metros y metros de una extensión larga como la Cuaresma, conectada a un cable de alta tensión.
No me distraje y seguí buscando. La puja inició en 300 pesos: “Mire, enterito, nuevo de paquete. Con radio AM y FM. Es más, p’a que se lo lleve: 280 pesos”. Continué perseverante mi recorrido: 270, 260, 280, 300 -¡Mmmm qué lá, mejor me devuelvo!-, 250, 200… 180 (al vigésimo tercer intento). ¿Lo compro o no lo compro? He ahí el dilema -diría Hamlet-. Seguí buscando por pura méndiga curiosidad. Ahí, en el último rincón, llegué y pregunté: “150 pesos, patrón”, fue la respuesta lapidaria. ¡Claro que lo compré! No, no tenían facturas.
La segunda reflexión, pues, es ésa: No sé cuántas leyes, bandos y reglamentos se estaban violando de manera pareja y simultánea (Normas de todo tipo: sanitario, fiscal, penal, de protección civil, etc.), con el conocimiento y la anuencia de la autoridad y la festiva participación de los ciudadanos (me incluyo).
Por eso el asunto del “cambio”, la transformación del país en un espacio de convivencia más digno y mejor, es una tarea de todos, desde los distintos ámbitos de actividad a nuestro cargo. No voy a defender a los políticos (ni loco), más bien, hago un llamado a la consciencia de cada uno para asumir a plenitud su responsabilidad -así se trate de vender aguas frescas o barrer la banqueta por las mañanas-. Conmigo, en mí, empiezan y terminan los males de México. Yo soy mi Patria.
El título de estas líneas se explica no porque quiera hacer la triste parodia de grandes títulos (Living Las Vegas) o desee aludir a mi residencia permanente en el D.F., no; es la alegre constatación de un hecho: Sobreviví. Estoy, pese a todo, vivo en México.
Por cierto, sin intentar hacer la apología de un delito -ni Dios lo mande- o invitar a delinquir -considérenlo mis escasos lectores una especie de tip turístico-: La señora de los libros tiene instalado su changarro en Anillo de Circunvalación, en mero enfrente del Mercado de la Merced. La Línea 1 del Metro lo deja. Anímese. Un “Baño de Pueblo” no le cae mal a nadie… y a veces purifica el alma.
Por Luis Villegas
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