Tres mujeres iban a una fuente a llenar sus cántaros con agua. Junto a la fuente, en una banca de piedra, estaba sentado un anciano que las observaba en silencio y escuchaba sus pláticas.
Las mujeres estaban alabando a sus respectivos hijos. Decía la primera: “Mi hijo es tan esbelto y ágil que nadie se le compara”. La segunda decía: “Mi hijo canta como un ruiseñor. Nadie en el mundo tiene una voz tan bella como la suya”. “Y tú ¿Qué dices de tu hijo?”, le preguntaron a la tercera, que estaba callada. “No sé que decir de mi hijo”, respondió. “Es un buen muchacho, como muchos. No sabe hacer nada en especial….”.
Cuando los cántaros estaban ya llenos, las tres mujeres volvieron a sus casas. El anciano las seguía a poca distancia. Los cántaros estaban muy pesados y los brazos de las mujeres casi se vencían.
De pronto se detuvieron para descansar sus pobres espaldas adoloridas. En eso, vinieron a su encuentro los tres jóvenes. El primero improvisó un espectáculo: apoyaba las manos en la tierra y caminaba con los pies al aire, luego hacia unos saltos mortales. Las mujeres que lo veían decían: “¡Que joven tan hábil!”. El segundo joven entonó una canción. Tenia una voz tan esplendida que bordaba armonías en el aire. Las mujeres lo escuchaban con lagrimas en los ojos, y decían: “¡Es un ángel!”. El tercer joven se dirigió hacia su madre, tomo el pesado cántaro y se puso a cargarlo junto a ella.
Las mujeres le preguntaron al anciano: “¿Qué piensas de nuestros hijos?”. “¿Hijos?”, exclamó maravillado el anciano: “Yo nada más he visto uno solo”. “Por sus frutos los conoceréis".
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